Nunca
Cerró los ojos para morir. Era cierto que la vida pasa en imágenes justo antes, pero no como fotografías fijas e inmutables del pasado, sino como retazos continuos de la vida que está a punto de dejarse y que con ella desaparecerán, sin posibilidad de continuación ni siquiera de cierre definitivo. Simplemente, la muerte era un accidente inesperado, a destiempo, para el que no cabía preparación posible, ni resignación ni comprensión. Esta muerte y cualquiera, en cualquier momento y para cualquier persona. Tan imprevisible, fortuita y sin sentido como el propio nacimiento o la vida.
La vida, su vida, dejaba de tener sentido en ese momento y para siempre. Nunca había existido y, si lo había hecho, era completamente intrascendente. El trascurso de ella que tan largo parecía desde dentro era ahora, desde la puerta de salida y echando la vista atrás, un soplo en el torbellino del universo, que seguiría con toda seguridad girando sin él, eternamente o quizá no.
Ni él ni los suyos tenían importancia. No sentía pena ni alegría, dolor ni placer, ni siquiera descanso o indiferencia. Sentía un frío lejano, un frío de huesos y cajas metálicas, una necesidad en el estómago que recordaba de manera lejana al hambre del vivo, pero ya en una persona muerta. Sentía frío y un horrible sabor en la boca que, en su semiinconsciencia, temía conservar incluso después del trance.
Se sentía como un niño entrando, desamparado y completamente solo, en un terreno desconocido. Si alguna vez dudó de la existencia de algo tras la muerte, tenía en ese momento la total y absoluta certeza de la nada que le esperaba, porque ya en ese momento no era nada, simplemente un acabamiento, una agonía. No había sitio ni tiempo en ninguna parte para él, que ya había comenzado a dejar de ser él.
Por un momento volvió a tener un sentimiento familiar, humano, de los que habría tenido en vida: una suerte de orgullo por la manera relativamente digna en que afrontaba esta ya definitivamente desgracia sin paliativos. Fue solo por un momento, antes de adentrarse en una nueva profundidad de las varias en que gradualmente se sumiría. Ya no podía ni podría saberlo, pero lo eterno no es la muerte, sino los segundos previos y, por extensión, la vida.
La vida, su vida, dejaba de tener sentido en ese momento y para siempre. Nunca había existido y, si lo había hecho, era completamente intrascendente. El trascurso de ella que tan largo parecía desde dentro era ahora, desde la puerta de salida y echando la vista atrás, un soplo en el torbellino del universo, que seguiría con toda seguridad girando sin él, eternamente o quizá no.
Ni él ni los suyos tenían importancia. No sentía pena ni alegría, dolor ni placer, ni siquiera descanso o indiferencia. Sentía un frío lejano, un frío de huesos y cajas metálicas, una necesidad en el estómago que recordaba de manera lejana al hambre del vivo, pero ya en una persona muerta. Sentía frío y un horrible sabor en la boca que, en su semiinconsciencia, temía conservar incluso después del trance.
Se sentía como un niño entrando, desamparado y completamente solo, en un terreno desconocido. Si alguna vez dudó de la existencia de algo tras la muerte, tenía en ese momento la total y absoluta certeza de la nada que le esperaba, porque ya en ese momento no era nada, simplemente un acabamiento, una agonía. No había sitio ni tiempo en ninguna parte para él, que ya había comenzado a dejar de ser él.
Por un momento volvió a tener un sentimiento familiar, humano, de los que habría tenido en vida: una suerte de orgullo por la manera relativamente digna en que afrontaba esta ya definitivamente desgracia sin paliativos. Fue solo por un momento, antes de adentrarse en una nueva profundidad de las varias en que gradualmente se sumiría. Ya no podía ni podría saberlo, pero lo eterno no es la muerte, sino los segundos previos y, por extensión, la vida.
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