sábado, marzo 20, 2010

El sol verde


Corriendo sobre la hierba, el sol amarillo encima como una galleta de media tarde, el viento en la hierba y las hojas, el cabello en el viento y las gotas de sudor incoloras e inodoras, limpias como diamantes. Nada negro en el horizonte, todo azul, verde y jazmín como las notas arrancadas de una guitarra con la paciencia, delicadeza y amor de quien prepara la comida para su perro. La juventud era exactamente aquel tiempo, al principio de los tiempos, en que al mundo le quedaban muchos miles de años más por delante de los que ya habían trascurrido. El tiempo en que se podía gritar y obtener respuesta en forma de sonrisa orgullosa y cruel de cuanto había alrededor, el tiempo en que había más cachorros que animales moribundos. Un instante absolutamente eterno, lleno de sí mismo, rebosante en su plenitud, sin necesidad de cariño, compañía, compasión o frases hechas. La luz de toda luz que sólo se ilumina a sí misma y por eso ilumina a todo lo demás más que cualquier otra luz. El dios que no pide fe, buenos actos o resignación; el dios que no pide nada porque nada tiene y nada quiere más que a sí mismo, y que por ello refulge más que cualquier otro dios. La voluntad de poder, de ser, de ser y de nada más que ser y poder. Todo en sí mismo, abarcando todo porque nada más hay fuera de sí. El cuello, los brazos, la delgadez fibrosa e insultante, la frescura y espontaneidad de la sagrada ignorancia de todo lo que hay que ignorar. El agua brillando sobre la piel al sol, quemando sin piedad los ojos de quien ya simplemente puede mirar.