Llaman al portero automático
A la calle con zapatillas verdes, o negras, a oler la humedad de la tierra en primaveras de tormenta (los truenos hacen «brrrummm»), que qué bien se está cuando te da todo el viento en la cara y te echa el pelo hacia atrás, como si se llevara todas las nimiedades que preocupan a una persona y le hacen parecer un pusilánime. Te puedes sentar en un escalón de mármol ligeramente sucio (sólo de polvo) y ver una de esas tardes más largas de lo normal mientras a lo lejos salen toros de lluvia y nubes negros como el mañana, que hoy obviamente no existe y por eso es negro. Dan ganas hasta de coger un bolígrafo y el cuaderno de matemáticas y hacer logaritmos y derivadas, e incluso alguna ecuación en diferencias. Pronto abrirán las piscinas y los niños tragarán su dosis anual de hipoclorito de sodio o calcio; en septiembre los peluqueros les reñirán.
Y resulta que no parece que todo esté perdido, así de cruel puede ser la vida. Un relámpago, un trueno; un relámpago, un trueno; un rayo, un trueno. Gotas grandes y viento húmedo y unos niños jugando a fútbol en un patio privado, hundiendo las zapatillas en la hierba mojada y fresca. En el edificio de encima, en la cuarta planta, un hombre se pone una camisa y una americana sin enterarse de qué va la historia.
Y resulta que no parece que todo esté perdido, así de cruel puede ser la vida. Un relámpago, un trueno; un relámpago, un trueno; un rayo, un trueno. Gotas grandes y viento húmedo y unos niños jugando a fútbol en un patio privado, hundiendo las zapatillas en la hierba mojada y fresca. En el edificio de encima, en la cuarta planta, un hombre se pone una camisa y una americana sin enterarse de qué va la historia.
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