domingo, enero 18, 2009

Tardes y noches, tardes y noches

Un hombre estaba sentado en el porche de una casa, en una silla blanca, con un cuenco de frutas a un lado y una escopeta al otro. Encima, sobre su cabeza, flotaba un libro de derecho y a sus pies había un pescado autóctono. Observaba delante de él a una fila de chicos que iba (o venía) al colegio, todos con sus uniformes amarillos y todos negros, sonriendo y cantando algo que no tenía nada que ver con muebles sobre los que poner un televisor. Según una leyenda autóctona, aquella casa se encontraba donde antes había un camino por el que los chicos iban al colegio cuando eran más jóvenes. Mientras estaba sentado, mirando azules y más azules entre verdes (nunca entenderé por qué no hay ninguna bandera azul, verde y marrón, sería lo lógico), el hombre pensaba en poner en orden pensamientos y sensaciones, pero jamás se le ocurrió inventar una historia para ese propósito y por ello tampoco yo lo hago ahora. Pensaba en aceras, en grapadoras, en césped, en moquetas, en leones marinos en la costa africana y en ratoncitos de ordenador, como esas botellas divididas en dos, cada parte con un licor diferente que se vierte a la vez que el otro. Había una música que era un pez naranja que bailaba entre estas imágenes fundiéndose con ellas. Cada parte de la botella tiraba de él y prefirió volver a la seguridad de la escopeta y de la fruta, quedándose sólo el pez mirándole fijo, de frente, hasta que se diluyó con el último murmullo de uno de los negritos vestidos de amarillo. Lejos de allí, camiones vertían más arena en una playa a primera hora de la mañana para los primeros bañistas pero, aunque esto tenga que ver con el hombre del porche, ya habrá tiempo de volver a ello algún día.