Las horas
Sólo, al menos, una vez más. Antes de que nos arrastre el miedo y la locura. Antes de que nos demos a la bebida del pasado. Antes de que nuestros dedos se conviertan en la tierra blanca sin tristeza ni esperanza. Voy a cantar los mares resonantes y los anhelos de la adolescencia más tardía, las lágrimas por niñas ignorantes y los hermanos compañeros en la noche. Las sábanas blancas que arropan los presentes fugaces y la indiferencia de quien ahora la necesita. El tiempo que se escapa por los días como rocío resbalando por la espalda y tú me miras sin saberlo sobre montes cargados de cordeles con ropitas de niño y camisas perfumadas. No soy más que el que vino para cantarte a través de sus ojos sin llegar a abrazarte, quien se planta en la orilla vislumbrando cómo habrá de recordarla cuando la piel de las manos esté más lejos de los huesos. Tendré cien años y aún iré a recoger la pelota debajo de aquel coche que lleva allí mucho tiempo, porque os conocí de niños y así permanecéis, al menos en mis hojas.
No hace mucho pensé que podría empezar de cero; no era lo suficientemente viejo. Ahora sé que para recordar algo es necesario perderlo. Me he quitado el traje y he mirado a la cara al niño que corría hacia mí gritando «eres tú, oh sí, tú» y entonces te he visto a ti y a ellos y a todos en medio de playas, de plazas, de campos, de cielos, entre bocadillos envueltos en papel de plata y cantimploras de agua que sí desemboca.
No, no reniego de mí. Pero a veces me sonrío con indulgente ternura, como una madre que llama a merendar desde la ventana. Seguiré acumulando trazos de mí mismo hasta la última ráfaga de aire, hasta que la grúa se lleve el coche debajo del cual siempre van a parar todas las pelotas extraviadas.
No hace mucho pensé que podría empezar de cero; no era lo suficientemente viejo. Ahora sé que para recordar algo es necesario perderlo. Me he quitado el traje y he mirado a la cara al niño que corría hacia mí gritando «eres tú, oh sí, tú» y entonces te he visto a ti y a ellos y a todos en medio de playas, de plazas, de campos, de cielos, entre bocadillos envueltos en papel de plata y cantimploras de agua que sí desemboca.
No, no reniego de mí. Pero a veces me sonrío con indulgente ternura, como una madre que llama a merendar desde la ventana. Seguiré acumulando trazos de mí mismo hasta la última ráfaga de aire, hasta que la grúa se lleve el coche debajo del cual siempre van a parar todas las pelotas extraviadas.
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