domingo, julio 04, 2010

El enigma

El mundo, como tal, había terminado. Toda la historia de la humanidad, las personas, los afectos, los problemas, los asesinatos, las madres y sus hijos, los perros ladrando y los sonidos de coches arrancando habían desaparecido. Sería como si nunca hubiesen existido si no fuera por la última persona en el universo, viajando en un tren que pasaba, a pequeña distancia, por todos los pueblos abandonados, por ciudades y campos labrados. Pasaba a una velocidad constante por las estaciones sin detenerse, por debajo de sus relojes, detenidos la mayoría. A través del cristal se veían los edificios vacíos en las ciudades, carreteras inútiles, carteles publicitarios..., volviendo inmediatamente a adentrarse en campos salpicados de casas destartaladas en el camino al siguiente pueblo.
El último hombre, el único hombre podía cambiar el punto de vista y mirar, desde una gran plaza con una solitaria e inmensa estatua en su centro que proyectaba su sombra alargada y crespuscular en el suelo ocre, el horizonte en el que se recortaba la silueta del tren avanzando contra el poniente, el tren que seguiría recorriendo indefinidamente los caminos trazados por quienes estuvieron y no volverán, visitando los restos eternos de la civilización, recuerdo sin destinatario de la vida (y la muerte) que, extraña, rara y breve, existió una vez en el universo.
El sol seguiría saliendo día tras día, iluminando campos, estatuas y columnas, postes y torres, y poniéndose cada tarde sobre la tierra en su silencio sólo roto, en lontananza, por el silbido ocasional del ferrocarril vacío en su viaje sin rumbo. El mismo sol que alumbró la infancia de los hombres creadores de estatuas.