lunes, noviembre 29, 2010

Cuento incompleto y terminado

La casa de la señora Candy era marrón y negra por fuera. Tenía un tejado a dos aguas que en los días de lluvia la extendía hacia el suelo como un libro abierto. La pandilla de chiquillos del pueblo solía hacer botar una pelota por las tardes en el muro de la casa, jugando a una especie de frontón, hasta que cierto día les tiró una maceta desde el interior, la cual atravesó la ventana abierta y fue a estrellarse contra el buzón del exterior; los niños no supieron qué hacer en el breve momento antes de salir corriendo como alma que lleva el diablo, así que simplemente se rieron y salieron corriendo después sin dejar de reírse de manera nerviosa, aunque en el fondo supieran que se habían quedado sin el frontón de las tardes indefinidamente. La señora Candy ya nació de mediana edad tirando a vieja, sola y cascarrabias, de esas señoras que cuando compran el pan no dan los buenos días después de pagar, siempre por cierto con calderilla.
La panadería vendía pan de pueblo, baguettes (pan de ciudad, vaya), unos bollos redondos, duros por fuera y de miga poco apretada por dentro, y unos pequeños cruasanes rellenos de dos tipos: con tortilla y con salchicha. Por alguna razón inexplicable jamás se les ocurrió hacer cruasanes dulces, sin relleno. Los niños además compraban medias lunas, o así las llamaban ellos, que eran en realidad semicírculos cubiertos de chocolate y con crema pastelera en el borde recto. Se las comían con fruición y como si fuera un ritual propio de la media tarde, sin el cual casi no podría anochecer ese día. La pastelería era el verdadero centro espiritual del pueblo, el núcleo del que emanaba toda felicidad cotidiana, alimento físico y espiritual de la comunidad despreocupada e inocente en la que se enmarcaba. La dueña de la pastelería era tan prudentemente simpática que podría confundirse con boba: decía siempre «buenos días» con el mismo tono y cadencia que el timbre de la puerta cuando era abierta por un nuevo cliente. Por alguna extraña razón, todo aquel que pasaba por primera vez la puerta del local tenía la incómoda y triste sensación de que aquella mujer en apariencia completamente normal moriría pronto.
Uno de los vecinos que frecuentaban la pastelería era un señor de unos cuarenta y cinco años, con bigote y gafas redondas, gordo, siempre vestido con un traje con apariencia de no ser ni muy bueno ni muy barato, con un maletín que causaba la misma impresión que el traje y con aspecto de dirigirse con premura a algún asunto sin la menor importancia. Era de esos señores que aparentan tener una vida intrascendente y pobre pero sin darse cuenta de ello, con lo que uno no sabe muy bien si es o no un pobre hombre, en la medida en que de no saberlo él difícilmente podrá serlo. De esos señores que un día se mueren y ya está, sin que el mundo sufra un mínimo cambio. Compraba en la pastelería uno de esos bollos redondos y blandos rellenos de nata, la cual a veces se le quedaba colgando del bigote, lo que hacía aun más ridícula su pretendida seriedad. Nadie sabía qué hacía solo en su casa cuando llegaba al anochecer, pero no era difícil imaginárselo comiendo frutos secos en pijama y bata, sentado en un sofá descolorido, mientras ponen en televisión algún concurso estúpido con una ruleta que da vueltas.
No eran los únicos personajes y lugares del pueblo en el que vivía Antonio, quien sin tener aun diez años ya era consciente de que todo cuanto existía había sido creado para él, de modo que cuando algún día desapareciese todo lo haría también. Menos, quizá, el pequeño perro marrón que deambulaba por el barrio mendigando siempre alguna miga y que tenía aspecto de tener, por lo menos, cincuenta o sesenta años. Se llamaba Toby y nadie nunca le puso ese nombre, que se sepa.