Ámbar

Desde la habitación del hotel podía verse el parque. Era pequeño, lleno de cinamomos y palmeras que se elevaban bajo un cielo alto y limpio. Llegaba el arrullo de las palomas y el grito de los pavos reales y, a lo lejos, podía distinguirse un pequeño estanque vallado que contenía patos y cisnes. Hasta donde abarcaba la vista no podía ver a nadie, así que pensé que ese pequeño parque pertenecía ya al pasado de alguien que lo habría trasladado consigo tiempo ha. Una simple estatua, pequeña, confería al conjunto un aire afectadamente romántico y melancólico que, al no dar oportunidad a la mente de imaginar lo que tan notoriamente se mostraba, consiguió que apartase la vista y la dirigiera hacia el interior de la estancia. Tras los visillos, en la penumbra de una tarde ya avanzada casi por sorpresa, me senté en un sillón frente a la cama en parte deshecha. El sonido atenuado de los pájaros parecía proyectarse en la pared anaranjada, y de la cama solo podía distinguirse el blanco de las sábanas. Lo que en ese momento se me representó fue la imagen de un cuerpo femenino, desnudo, introduciéndose en la cama, bajo las frías sábanas; un cuerpo que se resignaba a la falta de cualquier otro contacto y que ni siquiera pretendía sustituirlo por el roce de esa tela sin calidez alguna. Supe al instante que ese cuerpo ficticio no se levantaría ya nunca, y que me esperaba una larga noche de intentar coger la postura más cómoda en un feo sillón de hotel.