miércoles, agosto 05, 2009

El lobo

Todas las noches regresaba a casa recorriendo las mismas calles, que solo se diferenciaban de sí mismas por los sucesivos cambios de estaciones. También por la indumentaria de los transeúntes con que se cruzaba que, siendo los mismos, pasaban de ir con ridículos polos de colores claros a vestir elegantes abrigos mal llevados. El invierno confería a la ruta diaria, por un lado, la frialdad propia de ese tiempo y, por otro, la calidez y el abrigo de las casas iluminadas, intuidos desde afuera.

Se trataba de un señor, en esencia, gris. Gris por fuera y gris por dentro. En cuerpo y alma. En fondo y forma. En sí mismo y a ojos de los demás. Gris como un lobo malherido, agonizante a metros de un camino, que ya haya perdido toda la dignidad propia de su naturaleza. Un hombre con un pasado difuso, un presente incierto y un futuro malgastado ya de antemano. Uno de esos hombres que, aun físicamente aceptables y razonablemente jóvenes, alejan a las mujeres anhelantes de un macho seguro de sí mismo, potente y orgulloso, competente protector de la prole y confortable cobijo de la fémina en los días en que no le apetezca jugar a las ejecutivas-asexuadas-indiferentemente-provocadoras. No, este no era un macho alfa; como mucho, el lobo solitario que de vez en cuando se queda con las crías cuando la manada tiene que hacer cosas de más interés, dejándolas a su cargo no sin alguna mirada de reojo al inicio de la partida.

En su recorrido habitual, en el que por cierto sólo se fijaba de noche aunque lo recorriese a diario en sentido inverso también por las mañanas, pasaba siempre frente a una tienda de muebles, tiendas estas que nunca dejan indiferente a nadie: ni a las parejas o familias porque ven en ellas una confirmación a su proyecto común, ni a los desgraciados como el hombre gris porque piensan al verlas en las familias y las parejas. No solía atender a los artículos del escaparate (no sería capaz, ni con los años, de decir un solo mueble que estuviese expuesto), tan solo se quedaba en su retina aquella luz blanca del interior, en medio de la noche, que permanecía así hasta la mañana siguiente mientras las luces del edificio, más arriba, se irían apagando una tras otras pocas horas más tarde.

Una noche como cualquier otra, pasando por ese mismo punto, vio en el escalón de la puerta algo que le llamó la atención. Era un perro. Estaba echado, enroscado sobre sí mismo, sucio y con clara apariencia de estar abandonado, aunque no parecía herido. No sin antes asegurarse de que nadie pasaba por allí, el hombre se paró unos segundos a escasos metros del perro, mirándolo sin poder apartar sus ojos de aquella figura. La escena se repitió desde aquella vez noche tras noche, a la luz de un par de farolas y de la propia tienda. El perro ya parecía reconocerle, aunque no hacía ninguna señal, ni de contento ni de disgusto.

Durante el día, el hombre pasó de no pensar en nada, lo habitual en él, a esperar con ansia el regreso a casa para ver al perro. Incluso un día, armándose de valor, se llevó algo de comida de lata para, a la vuelta, dársela al nuevo objeto principal de su existencia (él mismo también era consciente de esta realidad, pero no parecía importarle demasiado). El perro la aceptó, con la misma desgana con que actuaba siempre, y el rito se repitió desde entonces.

Una noche como otra cualquiera, en que iba con la ración de comida acostumbrada, el hombre llegó a la tienda y no vio al perro. En su lugar, exactamente en el mismo sitio, se encontraba ahora un hombre. Un indigente, sucio y harapiento, seguramente borracho e inconsciente, con los ojos entornados. El hombre gris quedó petrificado. De pie, continuó mirando a aquel extraño, sin importar por una vez que pasara gente a su alrededor que pudiese verle. Estuvo así mucho rato, respirando de manera entrecortada, con las fosas nasales muy abiertas y las muelas apretadas, en la mano la bolsita con el regalo diario. Se movió involuntariamente, de la misma manera en que se paró. Tiró la bolsa al primer contenedor que se encontró y se encaminó casi corriendo a casa. Cerró la puerta tras de sí y volvió a permanecer de pie, con la luz encendida, mirando a la nada, durante varios minutos. Afuera hacía una noche despejada, pese a lo cual salió de casa con su paraguas largo de empuñadura de madera. Se dirigió a zancadas a la tienda. Ya no había apenas nadie en la calle. El mendigo seguía allí, con un ojo completamente cerrado y el otro entornado sin dar la sensación de percibir nada, como alguien que está mitad muerto y mitad dormido.

Los primeros golpes fueron de rabia. Los últimos fueron precisos y exactos. Tiró el paraguas al mismo contenedor que la bolsa y se fue a casa, acostándose con su traje barato puesto. El perro volvió al lugar algunas veces más hasta que cambió de idea o lo atropelló algún coche, quién sabe.

El disparo

Respecto a aquello que te dije, olvídalo. Me he dado cuenta de que no valgo para ello ni para ninguna otra cosa. Además, ya estoy harto de estar siempre esperando en una parada de autobús a mediodía; es muy triste y desagradable. ¿Por qué siempre soy yo el que tiene que hacer el doble para conseguir la mitad? Parece como si la hierba, las piscinas y las terrazas de los bares fueran para los demás, por no hablar de las cosas que realmente importan. Lo único que me mantiene aquí es que la opción alternativa es todavía más idiota y siempre hay tiempo. Supongo que es una ficticia victoria personal que me gusta concederme. Y lo peor es que el tiempo se me acaba o, mejor dicho, se me escapa. Se me va de entre las manos a pequeños granos siempre ridículamente pequeños y livianos, nunca hay nada que realmente tenga consistencia. Tengo que esperar siempre a la tarde para dar una bocanada de trascendencia crepuscular como si el resto del día hubiese sido una ficción sin repercusión en mi vida y que no fuese a repetirse al día siguiente, ni al siguiente, ni al otro.

No hay nada que indique que esto vaya a cambiar algún día, sólo veo margen para que empeore y creo que ya es crónico, si no lo ha sido siempre. ¿Sabes qué? Ahora lo tengo claro. Hay que hacer algo realmente grande, me da igual en qué sentido. Me es igual una gran obra que una enorme crueldad, sólo quiero ser capaz de hacer lo mejor o lo peor, o ambas cosas, pero poner fin de una vez por todas a tanta tibieza. Y quiero también que, por una vez, de mis actos deriven consecuencias igualmente extremas; prefiero una horca o un paredón a una tortura china de pequeñas gotitas, una detrás de otra siempre con la misma frecuencia, siempre, como ha sido siempre en mi vida, cada gota inofensiva pero minando todas juntas mi existencia, mi tiempo y mis esperanzas.

Comprenderás por tanto que esté haciendo esto. Por supuesto que no tengo nada contra ti, es simple casualidad, mala suerte. En una película habría un giro en el último momento: alguien (el bueno) vendría y te salvaría y a mí me daría mi merecido. Pero eso no va a pasar y tampoco quiero ser cruel, sólo divagaba.

Lo siento. Adiós…

lunes, agosto 03, 2009

Vacuus

Desde dentro del paseo matutino se ven las calles cayendo unas encima de las otras como piezas del tetris, mientras la cabeza da vueltas y vueltas alrededor de unas pocas ideas centrales insistentes y pertinaces, inamovibles en su inconcreción. Los colores, sonidos y olores son internos, generados por uno mismo y proyectados hacia fuera, pegados sin demasiada fijeza a muros y paredes ya llenos de grafitos y carteles sobre productos y conciertos de jóvenes con ínfulas de inmortales. Uno se pregunta si busca simplemente algo perdido mucho tiempo atrás, algo abstracto, no conocido, que explicaría la propia existencia y transcurso de la vida hasta el momento, como el epílogo de una obra que cierra el círculo, un último giro de argumento como la dovela central que sostiene y da sentido a las demás en un arco de medio punto. El resto de personas oscilan entre su papel de culpables y obstáculos de la grandeza propia no desarrollada y el de pobres ignorantes e inocentes, susceptibles del perdón del uno mismo magnánimo, tan grande aunque tan limitado. Las sensaciones son demasiado contradictorias, caleidoscópicas e imposibles para toda hermenéutica, menos aún propia pero tampoco exógena. Como escape, la idealización de una alcanzable simplicidad a mitad de camino entre bucólica y ascética asociada casi irracionalmente a la figura de una barra de pan recién comprada con vida propia, compañera-de-sillón-post-baño-veraniego, confidente y voluntario alimento físico y espiritual en contraposición con ágapes y viandas asociados a una vida más estridente, superficial y esclava-excluyente de sí misma. Quizá lo que falte sea la conclusión a una introducción y un nudo o desarrollo demasiado prolongados en su fracasado intento de ser un todo, o quizá sólo se trate de falta de pericia a la hora de vivir.