domingo, octubre 28, 2007

Radio Cairo


Recuerdo la tarde en que, de niño, fuimos al polígono industrial. Era extraño porque, aun siendo ya noche cerrada, el sol nos observaba por la ventana trasera del coche. Iba dentro toda la familia y, como sucede siempre en los recuerdos, había una música permanente y todos teníamos un color anaranjado. El cielo estaba más bajo de lo que está ahora y el coche era más pequeño. Fuera debía de hacer bastante frío, porque yo me sentía resguardado y confortable, como cuando llegas a la cena de Nochebuena y te quitas el abrigo y la bufanda con las mejillas rojas y los cristales de las gafas empañados. En el maletero había juegos recién comprados que, sabía, no existirían al día siguiente, porque no eran reales.

Las farolas encendidas pasaban una detrás de otra por el cristal de la ventana como las líneas discontinuas de una carretera, alargándose y ralentizándose en el techo, acariciando mi cabeza como si quisieran peinarme. Las naves parecían cajas de bombones de distinto tamaño, dentro de las cuales se encontraban personas buenas y felices a punto de terminar su jornada laboral y dirigirse a sus casas para encender el brasero y cambiar los zapatos por las zapatillas. Todavía faltaba tiempo para que regresásemos, pero yo sabía que el televisor ya se había encendido y nos estaba esperando.

Cuando por fin regresamos, muy de noche ya, en el coche estábamos menos personas: el resto se encontraba arriba, esperando y asomados todos a la ventana, por ver si aparcábamos, mientras la tele continuaba puesta. Serían ya, al menos, las nueve y media o las diez de un mes de otoño, casi invierno. La idea de abrir la puerta y salir a la calle resultaba traumática hasta el punto de llorar. Quizá sea por eso por lo que no puedo recordarlo. Por eso y porque tenía sueño, mucho sueño.

Eso es todo.

sábado, octubre 27, 2007

Ab aeternum


Un mar por nacer baña la playa, salpicada de ruinas de un mundo posible. La luz oblicua de un atardecer sin comienzo proyecta sus alargadas sombras en el tiempo inmóvil. Dos caballos solos ofrecen sus crines al suave viento vacío de recuerdos, que esparce el rumor de la espuma por el silencio del paisaje.


domingo, octubre 07, 2007

De profundis

Bajo la tarde de lluvia, la cafetería protege al hombre y su abrigo de cuello subido. Magdalena en mano, pregunta al café cómo es posible.

Entonces, ¿después no hay nada? No, nada. ¿Se acaba esto y ya está? Ahá. Pero... para siempre. Sí, para siempre. Nada, oscuro, con principio pero sin fin. Sí. Dios mío.

La magdalena le mira callada mientras, resignada, comienza a hundirse.