viernes, junio 05, 2009

Llaman al portero automático

A la calle con zapatillas verdes, o negras, a oler la humedad de la tierra en primaveras de tormenta (los truenos hacen «brrrummm»), que qué bien se está cuando te da todo el viento en la cara y te echa el pelo hacia atrás, como si se llevara todas las nimiedades que preocupan a una persona y le hacen parecer un pusilánime. Te puedes sentar en un escalón de mármol ligeramente sucio (sólo de polvo) y ver una de esas tardes más largas de lo normal mientras a lo lejos salen toros de lluvia y nubes negros como el mañana, que hoy obviamente no existe y por eso es negro. Dan ganas hasta de coger un bolígrafo y el cuaderno de matemáticas y hacer logaritmos y derivadas, e incluso alguna ecuación en diferencias. Pronto abrirán las piscinas y los niños tragarán su dosis anual de hipoclorito de sodio o calcio; en septiembre los peluqueros les reñirán.
Y resulta que no parece que todo esté perdido, así de cruel puede ser la vida. Un relámpago, un trueno; un relámpago, un trueno; un rayo, un trueno. Gotas grandes y viento húmedo y unos niños jugando a fútbol en un patio privado, hundiendo las zapatillas en la hierba mojada y fresca. En el edificio de encima, en la cuarta planta, un hombre se pone una camisa y una americana sin enterarse de qué va la historia.

Entérate

Salió de casa decidido a decirle que la quería, pero en el camino empezó a pensar en los osos panda comiendo bambú, en los pollos asados con patatas fritas que compraba los domingos, en su bicicleta con los colores de la bandera de Extremadura, en lo mal que lo pasaba cuando su madre le hablaba con cariño o su padre sonreía con franqueza, en la Gran Guerra del 14 y la crisis del petróleo en incluso en su perra blanca y negra, que tenía bastante personalidad.
Lo hacía para armarse de valor, pero sólo consiguió darse cuenta de que nunca había querido a nadie.