martes, enero 20, 2009

Tardes y noches, tardes y noches (continuación y fin)

¿Por qué vertían arena los camiones en la playa? Muy fácil: porque no había la suficiente para cubrir el espacio desde el final de la playa hasta el comienzo del mar, quedando en medio un hueco como el que hay entre el vagón y el andén, de modo que cualquier bañista podría sin querer meter el pie y hacerse daño cuando intentase llegar al agua. Y he aquí que en la playa estaban todos: estaba el hombre-detrás-de-la-valla, la mujer con el perrito, el niño de los tomates en los calcetines, el increíble hombre bala, el señor-que-nunca-estuvo-en-Colonia, la señora simpática que andaba raro y todos, todos aquellos que alguna vez se cruzaron con alguien en su camino a casa. Y todos le decían adiós con la mano a un satélite que en aquel instante pasaba justo por encima. Mientras esta escena acontecía, el hombre en el porche la veía a mundos de distancia, mientras con una mano a mitad de camino entre lo insondable y lo tangible intentaba eliminar el molesto ruido que borraba sus universos y le introducía en una oscuridad que no dejaba de serle familiar.

domingo, enero 18, 2009

Tardes y noches, tardes y noches

Un hombre estaba sentado en el porche de una casa, en una silla blanca, con un cuenco de frutas a un lado y una escopeta al otro. Encima, sobre su cabeza, flotaba un libro de derecho y a sus pies había un pescado autóctono. Observaba delante de él a una fila de chicos que iba (o venía) al colegio, todos con sus uniformes amarillos y todos negros, sonriendo y cantando algo que no tenía nada que ver con muebles sobre los que poner un televisor. Según una leyenda autóctona, aquella casa se encontraba donde antes había un camino por el que los chicos iban al colegio cuando eran más jóvenes. Mientras estaba sentado, mirando azules y más azules entre verdes (nunca entenderé por qué no hay ninguna bandera azul, verde y marrón, sería lo lógico), el hombre pensaba en poner en orden pensamientos y sensaciones, pero jamás se le ocurrió inventar una historia para ese propósito y por ello tampoco yo lo hago ahora. Pensaba en aceras, en grapadoras, en césped, en moquetas, en leones marinos en la costa africana y en ratoncitos de ordenador, como esas botellas divididas en dos, cada parte con un licor diferente que se vierte a la vez que el otro. Había una música que era un pez naranja que bailaba entre estas imágenes fundiéndose con ellas. Cada parte de la botella tiraba de él y prefirió volver a la seguridad de la escopeta y de la fruta, quedándose sólo el pez mirándole fijo, de frente, hasta que se diluyó con el último murmullo de uno de los negritos vestidos de amarillo. Lejos de allí, camiones vertían más arena en una playa a primera hora de la mañana para los primeros bañistas pero, aunque esto tenga que ver con el hombre del porche, ya habrá tiempo de volver a ello algún día.