De durantes
La cara a un palmo de la superficie, buceando en el transcurso de una parte de la vida con los puños cerrados y la boca contraída, sin seguridad de oxígeno allá arriba o de pulmones ya atrofiados o de un cielo alguna vez visto y muchas veces recordado que quizá no me sea lícito volver a contemplar sin perder, caído pedazo a pedazo, el rostro deshecho en lágrimas de estanque. Y ese otro cielo de color ceniza que no nace fuera de uno mismo se acumula en el vientre y va quemando en los nudillos y en la rutina, vociferando lo suficientemente suave a princesas equivocadas que salgan de ahí, que escapen, que levanten las manos y se pongan de puntillas y dibujen un azul turquesa y rayos amarillos que las asombre, que les haga preguntarnos qué, cómo, para poder contestarles que no, que no es nuestro, pero sí. Yo una vez perdí el medallón que los padres de mis abuelos le dieron a mis abuelos, con mi nombre (entero) grabado entero (entero), tal como suena, cayendo al suelo con un estrépito que iré escuchando poco a poco, y todo por no haber levantado los ojos como en realidad nadie me enseñó nunca cuando me lo abreviaron sin pronunciarlo. Después de eso, el calor del sol me es más sucio, más superficial, dejándome frío por dentro como un sanjacobo hecho sin tiempo y sin ganas, que es como me veo algunas mañanas de persianas caídas. Mírame tú, directamente y no de soslayo, y pídeme con ojos de perro fiel y dependiente que te consuele de lo que aún nunca he sufrido, porque es lo único que puede salvarnos mientras mi sangre (entera) termina de darme vueltas y me deje mirando al punto que hasta ahora no era sino una línea, como las de los coches de fotografías nocturnas en las ciudades en que compras recuerdos de tu infancia.
... Y en el medallón también ponía, por dentro, todos los derechos son reservados.