Doña Concepción
Doña Concepción estaba tan sola en el mundo que a veces tenía miedo de su gatito, que la miraba a través de blancos cementerios bajo soles matutinos. Doña Concepción se arrebujaba en sí misma contra el frío naciente de la mañana, que penetraba por las rendijas de su casa con una determinación como nunca había tenido con ella nadie. Doña Concepción -que así se llamaba la difunta- quería más a los niños de su calle que sus propias madres, porque no eran suyos y porque a ellas las odiaba. Y el gesto más valiente que se le recuerda es haber renunciado a alimentar, como acostumbraba, a las palomas desde unas semanas antes de su muerte.
La gente continúa pasando por la calle y los niños siguen jugando por las tardes en la acera ancha. La única diferencia es que ahora guardan un cuidado inconsciente para no golpear con la pelota la persiana echada ya por siempre.