La clase

Érase una vez un niño que compartía con el resto de niños una parte no poco importante de su vida. La parte que estaba sujeta a horarios, sirenas, encerados, pupitres y calles transitadas por amas de casa y señores con traje a través de la ventana.
Los años pasaban por este niño, todo lo despacio que suelen cuando a uno le da exactamente igual que pasen. Su mundo de rutina, en cambio, no se veía alterado en lo básico. Miraba con otras gafas otros libros muy distintos, otras caras distintas; incluso las mismas caras, pero distintas... Sin embargo, seguía permaneciendo, como siempre, sentado, con los codos en el aglomerado de la mesa, con un ojo en su reloj y el otro en aquella ventana que sólo daba a días laborables.
Y el niño dejó de ser niño, o al menos así lo creyó. Y su mundo de rutina se convirtió en un infierno desconocido, sin saber él cómo ni por qué. Ya no conocía su libro, su pupitre, su letra... No soportaba su reloj, sustituyéndolo por baldosas inmóviles. No veía ya a aquellos que le rodeaban, aun sabiendo que allí estaban, a diferencia de él mismo.
Todo cuanto quería entonces era poder mirar por la ventana, por la cual, de haber podido, hubiese visto un paisaje que de niño no podía comprender.